viernes, 1 de mayo de 2009

Tomás Eloy Martínez sabe más de lo que cuenta.

Cuando Scotto le contó eso a Tomás Eloy éste lo hizo jefe de fotografía. Y tuvo razón: las fotos que hizo, o que encargó, seguían la dinámica de esa imaginación que acepta que regalar un caballo a una niña en Navidad es lo más natural del mundo, aunque la niña habite en el quinto pino. Juan Cruz.









Que una niña habite en el quinto pino es casi tan grandioso como que que su padre le traiga para Navidad un caballito de regalo.
Felicitaciones por el lapsus poético.

Me emocionó esta historia por varios motivos:

Contaré sólo uno:

En las épocas en que la leche se repartía de casa en casa y que el negocio del delivery no estaba motorizado, mi padre tenía una "chata" (calesa techada y ornamentada con filigranas y artesanías de bronce y cuero) tirada por caballos fieles (la Cuca, el Zorro -que fue el último y aparece mentado en el poema Mi padre-)que conducían al destino de los clientes la leche suelta traída del tambo en tarros que hoy se utilizan como antigüedades para la decoración de interiores.

Qué te cuento que amante como era mi viejo de ese noble animal, una Navidad apareció en casa con una sorpresa: Un caballito enano, que fue la sensación de las fiestas barriales que organizaba la increíble esposa del almacenero de la esquina, precursora en disfrazarse de Papá Noel en los años sesenta y en echar globos aerostáticos al aire, para que viéramos los más pequeñitos cómo se había adaptado a la era espacial el hombre del trineo y los renos.

De hecho, a esas festividades los chicos íbamos disfrazados. Se competía entre las familias para llevar el mejor disfraz, el más original, el más costoso no siempre era el premiado. Como debe ser.

Mis hermanas y yo siempre lucíamos algunos vestuarios que nos hacía merecer aplausos de laudatoria, y que hoy nos hacen reír por la ingenuidad y la imaginación de mi amado padre.

Pero una vez ganamos todos los premios, que eran golosinas y el que nos dejaba el papá noel doméstico de nuestras familias, en una bolsa gigante que la esposa de Dúa repartía engalanada de un farragoso traje rojo y tupida barba de algodón en pleno verano y con cuarenta grados de temperatura a la sombra, portaba estoicamente.

Aquel tiempo que me trajiste a la memoria con el relato, iba yo disfrazada de "elegante distraída": Pelo enrulado, hebillas, pintados los ojos, el colorete (rubor) abundante y los labios rojo pasión. Una camisa de encajes, pañuelos de seda, cartera, medias y tacos altos. Eso si, había "olvidado" ponerme la pollera (falda).
En eso consistía el despiste. Estaba en bombacha (Lucía lucía braguitas). Tenía cinco años y los vecinos se morían de risa, porque llevaba pegado un cartel en la espalda, aclaratorio por si quedaba algún necio rezagado que no advirtiera la sutileza.

Ese año, el concurso lo ganó mi hermana menor.

Con tres años y medio, creo (juro que circulaba alguna foto por los cajones de la casa) la menor de las hijas de Andrés apareció sorpresivamente.

Con nuestra ingenua complicidad, el misterioso "Rosita está con fiebre", que teníamos que responder cuando se nos preguntara por ella, se aclaró de inmediato cuando llegó vestida de gaucho montada en un pony cuyo destino desconozco, pero todavía percibo el disgusto de mi madre cuando vio llegar el caballito a casa y los gritos de alegría que proferimos "las nenas de Folino", a pesar "del pobre tu hermanita que no puede ir a la fiesta por la gripe. Pásenla bien."


Lu


Porcina, marrana, chancha renga y prosopopéyica "hija putativa de Perón", (¿No te contó Tomás Eloy?).

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