viernes, 1 de mayo de 2009

Andrés Folino.

Papá, el Zorro, el pequeño ayudante, un vecino y el perro ¿de qué raza será?.







Elegí empezar por la infancia. Los motivos quijotescos siempre andan por ahí, en los hilos sueltos.

La historia del pony, el poema a mi padre son marcas indelebles. Fuego sagrado que dejará sus cenizas calentitas para anegar nuestra historia futura. (Puaj, tengo que sacar este párrafo que huele a literatura escolar).




LA FOTO DE MI PADRE.

a Andrés Folino.
08/09/1922-14/07/1970.

I

Allí quedó,
detenido en el tiempo inmemorable,
mi padre
en su última foto,
como un imán a una ventana monacal
donde entrar al pasado
y ascender al futuro
en sardónica profecía del falaz indulto.

II-

Allí quedó,
detenido en el tiempo irreversible,
mi padre
en su última foto
con la chata de cuatro ruedas
y cuatro nombres de mujer,
(las nenas de Folino)
sin puntos suspensivos.

Relucían un colgante de cuero y bronce,
y un eterno “Siempre bien”
fileteado en oro en la carrocería delantera;
la chaqueta del lechero
blanquísima y almidonada
y un escudo en el corazón independiente
como el club de sus amores.

Nunca tuvo un domingo libre.
Nunca tuvo vacaciones.
Su trabajo era un servicio público,
decía,
y estaba orgulloso de él.

Lo echaron de menos:
la jubilada de la libreta,
los mellizos,
las solteronas de la puerta de fierro,
el gordo del doque,
el recién nacido,
los manto negro de los ladrones:
“Andrés,
cuando hagamos un atraco grande
te pagamos todo”
y nunca miraron una cuenta.

La peligrosa villa del comisario Polo
lo protegía del crimen urbano
y casi todos,
vinieron al velorio.

Dicen que lo mató,
a los cuarenta y siete,
la nicotina acumulada
de los Particulares Fuertes,
-negros, sin filtro-,
el gusto excesivo por el vino tinto,
el frío y la intemperie
de aquellos fatigosos inviernos.

Para mí, que lo mató
la leche embotellada de los supermercados,
la tristeza de abandonar los tarros
y desamparar a los clientes de la vida.
Y, más que nada, lo mató
el gobierno de Onganía
que prohibió drásticamente
la tracción a sangre
en los barrios residenciales.
Fue entonces,
que hubo que vender al Zorro
(al querido Zorro
que se sabía de memoria
el recorrido diario)
a un quintero de la Costa de Sarandi,
que se quejaba bastante
porque el caballo le salió rebelde
y dos por tres,
se le iba al trotecito,
para volver a nuestra casa
a visitar a papá.

No sé si lo evoco,
lo tergiverso
o lo voy inventando,
pero en uno de esos regresos
furtivos o casuales
vi lágrimas en los ojos de mi viejo
y en los del animal.

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